Sierra del Cuera
Desayuno frente a la Sierra del Cuera
Es un ejercicio saludable
darse realmente cuenta y apreciar lo que se disfruta en el preciso instante que
ocurre; es una buena manera de creer que podemos ralentizar el paso de las
horas.
Me senté en el porche de la
casa. Delante de mí, en primer plano, estaba la bandeja sobre una mesa de
jardín; enfrente, fuera de este, unas cuantas casas veraniegas –algunas en
construcción- ocupaban parte del paisaje más cercano, y, a lo lejos, como fondo
de escenario la Sierra del Cuera.
Sobre el lomo de la sierra se
deslizaba una cabalgata de nubes sumisamente alineadas al principio. El aire,
que apuntaba maneras de viento, al parecer actuaba como el perro guardián que
mantiene el rebaño a raya mientras que lo lleva hacia donde quiere.
Pero, aunque parecían llevar
la velocidad justa para que sus formas cambiaran lentamente, coincidiendo con
el ritmo matutino del que yo iba despertando a medida que daba buena cuenta de
tan exquisito alimento; poco a poco fueron cambiando de rumbo y aspecto.
Sin ningún reparo me dejé
llevar por la parsimonia colectiva que flotaba en el ambiente. La sutil
invitación que me brindaba el paisaje me hizo pensar que, tal vez en algún
tiempo anterior, también pertenecí de alguna manera a esta tierra.
Esto no era la primera vez
que me pasaba; y es que cuando encuentro lejanía y espacio, y el viento hace su
trabajo con las nubes, me invade esa sensación ingrávida de no pertenecer a ningún sitio, y a la vez, me asalta una evocación indescifrable y escondida de otro
tiempo, mucho antes de esta existencia de ahora.
Hubo un momento mágico: no
necesitaba ni esperaba nada porque nada ocurría fuera de mi alcance que me
importara.
La simpleza del instante por
sí sola era suficiente para sentir la fugaz eternidad de unos segundos
irrepetibles de auténtico bienestar. Sólo con estar ahí en ese momento, ya era
perfecto.
Y puedo asegurar, que no desentonaba
el sabor de tan antiguo y austero manjar con el espectáculio colosal de tan
antigua arquitectura.