El beso de madera
La playa de Tarifa, la del
paseo, está a unos 200 metros de la casa de unos amigos donde, cada cierto
tiempo, me dan cobijo y amistad.
Acababa de llegar de esa
playa con mi cámara de fotos bien alimentada de luz, paisaje y atardecer.
En la casa no había nadie. Por
la ventana, desde donde se ve Marruecos y parte del mar que lo separa de la
península, entraba el rescoldo del último suspiro de un atardecer de Septiembre.
Me senté en una especie de
taburete de patas muy cortas, pero de agradable asiento, que está pegado a la
pared que le sirve de respaldo. Sobre la amplia mesa del salón, delante de
mí, estaba la bandeja de madera tallada donde se mezclaban llaves, algún
cargador de móvil y objetos de distinto pelaje y uso diario.
Era un buen momento, había tranquilidad
y yo tenía ese plácido y suave cansancio que te procura caminar frente al
rompeolas.
Encendí la cámara y cuando me
disponía a repasar el muestrario de paisajes que traía, me llamó la atención algo
tan anodino y usual como es una pinza de la ropa.
Lo único que estaba fuera de
esa bandeja era esa pinza gastada, vieja y descolorida que contrastaba con el
brillo y el color intacto de la mesa de teca.
Le hice una foto tal cual
estaba, tendida sobre la mesa.
Después la puse de pie y le hice
algunas fotos más; pero,
al mirarla detenidamente, vi
una pequeña escultura cuyas piezas de perfil y enfrentadas una a la otra,
parecían besarse. Incluso la prolongación hacia arriba del muelle, rodeaba por
una imaginaria cintura a ambas piezas. Bien podía llamarse ¨El beso de madera¨.
A partir de ahí, no la veía como
una sola pieza, eran dos condenadas a entenderse.
Sólo comencé a verla como lo
que era en realidad, cuando su color blanquecino (canoso) y su muelle oxidado
me contaban que esa pinza llevaba mucho tiempo en esa casa.
En muchas ocasiones, cuando
se interrumpía ¨el beso de madera¨, era para luchar contra la fuerza del aire
tarifeño; ese que lima las esquinas, aulla en las rendijas y rasga las sábanas
antiguas.
Puesta ahí ¨de pie¨ delante de mí, parecía decirme
que estaba cansada y que esperaría la ventolera más furibunda para aflojar y
dejar que se la llevara hacia el estrecho y flotar hasta desaparecer entre los
atunes, donde naufragan las pateras.
En esas estaba cuando oí que
abrían la puerta de la calle y entraban mis amigos. Nos saludamos y fui al
cuarto a guardar la cámara, mientras tanto, me preguntaron por la fotos de la playa; les comenté que no
se dio mal, que ya se las ensañaría.
Cuando volví al salón, ya no
estaba la pinza; era probable que la hubieran puesto en la cesta con las demás.
Ya era casi la hora de la
cena, y mientras poníamos mantel y cubiertos, pensaba en una frase muy popular,
que a veces utilizamos y que está de moda: ¨Se me fue la pinza¨.
Nunca fue tan literal.
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